jueves, 30 de enero de 2014

DEBATES SOBRE LA HUELGA (I)









Después de un largo silencio, se vuelve a hablar de la huelga. Como siempre en una doble dirección. Desde el discurso hegemónico, apoyado por la gran mayoría de medios de comunicación sostenidos por el poder económico, pero también, y eso es lo más importante, desde el discurso alternativo que ensaya una nueva narrativa emancipatoria como forma de salir de la crisis. A continuación siguen algunas reflexiones sobre este importante tema, en una primera (y demasiado larga, ciertamente) entrega.



Para el poder público y el poder económico, cada vez más estrechamente fundidos en una relación asimétrica, la huelga se muestra como la ruptura de las reglas de juego, un suceso contrario al orden de las cosas que debe ser limitado y restringido en sus efectos, un acontecimiento político que interrumpe – pretendiendo alterarla– la relación laboral que fundamenta  la organización de la producción de bienes y servicios y que por tanto se sitúa fuera y proviene del exterior de la ordenación del sistema de trabajo dirigido y controlado por el empresario. Aunque en el pensamiento jurídico han predominado los intentos de interiorizar la huelga en el contrato y en la organización del trabajo, con una clara finalidad restrictiva o limitativa de su eficacia, la posición más extendida actualmente es la que se orienta por el discurso neoliberal y su clásica hostilidad frente al conflicto social, reforzado en el caso español por la retórica franquista que define a los huelguistas como una mezcla de agitadores a sueldo e individuos débiles coaccionados por la organización colectiva o sindical del conflicto.”Cabecillas” de la huelga y sujetos temerosos – alborotadores y rencorosos, se decía una época - como el componente subjetivo que explica la pervivencia del conflicto incluso en época de crisis.

 Es cierto que este rasgo típico del pensamiento neoliberal ha sido puesto de manifiesto suficientes veces, y en el caso de nuestros gobernantes, es patente que la semántica violenta del franquismo sigue constituyendo el eje de su discurso frente al conflicto – no solo frente a la huelga, ciertamente, sino frente a toda forma de disenso social colectivo –, pero pese a esa crítica extendida, no cabe desconocer su influencia en la formación de una opinión pública intensamente manipulada y corrompida a la que se niega conscientemente la ilustración democrática. En cualquier caso, estos argumentos se mantienen en el plano de los límites externos a la huelga, que se presentan de modo absoluto en dos grandes planos. El de la huelga política como huelga no laboral y el de la continuidad del servicio – o de la producción – como exigencia democrática de funcionamiento del sistema de libre empresa. Esta aproximación al tema requerirá un análisis más detallado que no se puede ahora emprender.

En el otro lado, la consideración de la huelga se ha encontrado en horas bajas. Ello tiene que ver con algo que se ha puesto de manifiesto en un intenso debate que en el blog hermano Metiendo Bulla se ha desarrollado durante el mes de diciembre de 2013 a propósito de un texto de  Ricardo Terzi sobre sindicato y política, en el que se insistía en la eficacia de las acciones colectivas y sindicales como condición de legitimidad del sujeto sindical (Se puede consultar el conjunto del debate en la recopilación que ha hecho En Campo Abierto, en este enlace: http://encampoabierto.files.wordpress.com/2014/01/debate-sindicato-y-politica1.pdf ). Es decir, que la eficacia sindical, su capacidad para obtener resultados tangibles para los trabajadores y trabajadoras como “barómetro de su utilidad”, debe considerarse la clave de su legitimidad social, la  influencia que demuestra al “involucrar” a los trabajadores en una acción que obtenga resultados favorables o correctos a través del conflicto y del acuerdo como resultado del poder contractual del mismo.

Este es un punto doliente. En los procesos de reformas estructurales que ha exigido la gobernanza económico-monetaria europea tal como han sido llevados a cabo primero por el gobierno socialista y a continuación por el del Partido Popular, la respuesta ciudadana se ha canalizado a través de la convocatoria sindical de varias huelgas generales. Esto implica que el sindicalismo reivindicaba mediante este instrumento, la huelga general, su rol de interlocución política. Un rol revalorizado al no estar acompañados los sindicatos por fuerzas políticas influyentes, reducidas por el contrario a una posición secundaria en el terreno institucional, irrelevantes a partir del bipartidismo en el plano electoral, y al no haberse todavía producido la catalización social de un movimiento ciudadano y asambleario del 15-M. La serie temporal es conocida, tras la primera de las huelgas generales sindicales de septiembre del 2010, la respuesta del gobierno permitió abrir un proceso de reconocimiento mutuo de interlocución junto con el empresariado, que dio lugar al Acuerdo sobre la reforma de las pensiones y otros compromisos incumplidos, y que tuvo un alto coste para los sindicatos en términos de desafección social. La consideración del “sindicalismo oficialista” como uno de los sujetos que no representaban a los ciudadanos en las discusiones del movimiento asambleario del 15-M fue una consecuencia de esa percepción negativa por una parte de los participantes en las movilizaciones sociales del resultado de la interlocución sindical con el poder público.

A partir de ahí  sucedieron muchas cosas, desde el Congreso de Atenas de la CES en donde se inicia la consideración realmente europea de una acción sindical coordinada contra las políticas de austeridad, hasta los intentos de recomposición y de diálogo entre el sindicalismo, los movimientos ciudadanos y el movimiento social emblemáticamente representado por el 15-M, pero que posteriormente encontraría expresiones organizativas de lucha más concreta, como las llevadas a cabo por el derecho a la vivienda por la PAH y las mareas ciudadanas, de reivindicación de servicios públicos en materia de sanidad y educación, en donde el sindicalismo tenía una fuerte presencia, especialmente en esta última, como se puso de manifiesto con la huelga general de la enseñanza de 24 de octubre de 2013. 

El empleo de la huelga general fue particularmente intenso durante el año 2012. La  huelga del 29 de marzo del 2012 tuvo un amplio seguimiento ciudadano, y la convocada conjuntamente en varios países del sur de Europa el 14 de noviembre de 2012, logró aún mayores consensos en el campo del trabajo asalariado, que los sindicatos cifraron en nueve millones de huelguistas, y que fue seguida de impresionantes manifestaciones en Madrid y en Barcelona y en las capitales de provincia españolas. Este proceso de convergencias dinámicas en una presencia social compartida, ha conocido movilizaciones espectaculares desplegadas en prácticamente la mayoría de las ciudades importantes del país, o concentraciones impresionantes como la marcha de los mineros a Madrid, en julio del 2012, recibidos de noche en la capital y acompañados por una multitud a la mañana siguiente a lo largo del paseo de la Castellana.  Es decir, que el arraigo y la influencia sindical en la movilización popular ha sido muy importante, y la visibilidad de la protesta muy potente, expresada en la presencia ciudadana en las calles y plazas del país, mientras que ha sido más discutida y combatida su capacidad de alteración la normalidad productiva mediante la cesación y alteración del trabajo a nivel del Estado español. De hecho a lo largo del 2013, el movimiento sindical ha preferido recurrir a las manifestaciones en las calles,  como la que organizó, también en el contexto de una jornada de acción europea, el 23 de noviembre de 2013.

Simultáneamente, en el terreno electoral las posiciones alternativas y contrarias a las políticas de austeridad y los recortes sociales no obtuvieron respuesta, ni en el nivel autonómico ni en el nivel estatal, sin que la movilización social y sindical demostrara tener capacidad de incidencia ante el vendaval mayoritario del PP. El proceso de recomposición del bloque social alternativo en el que el sindicalismo confederal tenía una capacidad de impulso y de dirección mucho más evidente que la que él mismo dejaba entrever, se ha ido realizando por tanto sin acompañamiento político incisivo, y ello más allá de la imposibilidad de que este proyecto de resistencia colectiva fuera compatible con un planteamiento bipartisan de la política económica. La acción institucional  de gobierno se ha ejercido desde las victorias electorales del 2011 de forma exclusiva y excluyente por el PP, sometiendo  los puntos clave de la estructura de control de la actuación de gobierno a su orientación directa e imposibilitando cualquier tipo de participación política o ciudadana que pudiera mitigar o suavizar la determinación de su proyecto involucionista antidemocrático.  

Posiblemente el sujeto sindical sea el que más ha sufrido la desconexión democrática del gobierno central y de los clónicos gobiernos autonómicos, en especial los muy emblemáticos de Madrid, Valencia y Castilla La Mancha. El rol institucional de los sindicatos no sólo es reconocido por la Constitución en su artículo 7, sino que las pautas de conducta continuadas a partir de los años 80 hacían que los poderes públicos mantuvieran una relación permanente de consultas y de diálogo con los interlocutores sociales. Esta práctica de gobierno se rompió de manera completa con la llegada al poder del PP en noviembre del 2011. Las sucesivas huelgas generales que el sindicalismo confederal ha ido convocando frente a las reformas laborales emprendidas por el gobierno, no han abierto ningún espacio de interlocución. Y no han sido  comprendidas por el gobierno como una condición de legitimidad de su actuación regulativa, como reivindicación de un momento de participación exigida por las reglas democráticas. Al contrario, sólo ha tenido una consideración negativa, como un obstáculo a la labor del gobierno. En efecto, la huelga general se ha interpretado por el poder político como un acto socialmente inconveniente, económicamente temerario y políticamente reprensible. 

Desde el punto de vista de la movilización, cada huelga general convocada ha obtenido mayor participación, pero la eficacia sindical es nula si se interpreta como capacidad para obtener resultados apreciables para las relaciones laborales. No obstante conviene poner de relieve que esa capacidad de agregación del disenso que ha tenido la huelga general, junto con la presencia combativa del sindicato en empresas y ramas de producción, ha sido valorado por parte de los poderes económicos y sus guardianes políticos como una forma de entorpecer el programa de degradación de derechos laborales que implica un peligro real de futuro si se afianza y se extiende, y en consecuencia se ha desencadenado una impresionante campaña mediática de difamaciones, agresiones y descalificaciones contra los sindicatos, en un esfuerzo sin precedentes por deslegitimar a estos sujetos colectivos que ha dado sus frutos en términos de opinión pública. La ligera respuesta sindical a estas diatribas ha dado la impresión de que éstos se hallan en una cierta posición defensiva – con matices, más la UGT que CCOO, pero el resultado es común para ambos -  lo que sugiere que ese sesgo de ataque es eficaz porque les debilita socialmente.

De manera que para el sindicalismo el recurso a la huelga general resulta ser un instrumento complicado para poner en marcha por la complejidad organizativa que conlleva, costoso en términos personales y materiales, que no consigue su objetivo de “abrir” un proceso de renegociación de las medidas frente a las que se opone. Pero además y fundamentalmente, el sindicalismo confederal percibe que la visibilidad del conflicto es muy reducida aunque paradójicamente la participación de los trabajadores en estas acciones de conflicto haya aumentado y sea muy significativa, puesto que muy pocas organizaciones sociales son capaces de implicar a una horquilla que va entre cinco y nueve millones de trabajadores en una huelga y su desarrollo concreto – en especial en la última huelga general de noviembre del 2012 – en el espacio de los barrios y de la ciudad ha sido muy original y productivo al imbricarse con los movimientos ciudadanos y sociales. Una apreciación contradictoria que hace que cuantos más trabajadores se suman a las convocatorias de huelga y cuanto más éstas refuerzan su anclaje en los espacios urbanos coordinadamente con las protestas ciudadanas, menos se considera posible repetir y fortalecer el nivel de participación alcanzado en el conflicto, y el esfuerzo necesario para su organización y desarrollo resulta desproporcionado y excesivo en relación con los resultados obtenidos en términos de legitimidad social y de opinión pública.

Y ello no sólo por la negación consciente de la huelga y de su eficacia por parte de los medios de comunicación – de todos, salvo algunos digitales- o por la preservación y fomento en una parte de la opinión pública de los vestigios ideológicos franquistas, sino porque la huelga no altera las normas de consumo de la gran mayoría de los ciudadanos ni es capaz de incidir sobre sectores de actividad que expresan la “normalidad” de la vida social, como el comercio, la hostelería, los bancos. La huelga general no impide sacar dinero, comprar en la tienda, tomar un café, llamar por teléfono. Aunque haya muchos trabajadores que no vayan a trabajar a la sucursal bancaria, a la cocina del hotel o a la sede de telefónica móviles. Este es el nudo de la cuestión. Fijados los estereotipos de la huelga general en la gran huelga popular y ciudadana del 14 de diciembre de 1988, el término de comparación hace que cualquier huelga que no logre alterar o impedir la normalidad social y los patrones de consumo, no es suficiente y no pasa de ser un acto ritual de defensa de clase sin capacidad real de expresar un poder de negociación general, representativo en términos políticos.

Este es por tanto un problema sindical pero ante todo es un problema político. Hace referencia a la (in)utilidad de los derechos democráticos fundamentales. Si el derecho de huelga no sirve, no es eficaz como medio de participación democrática y de autotutela de la situación subalterna de los trabajadores, los derechos del trabajo no se aplican porque no hay la capacidad de presión o de respuesta que se prevé institucionalmente como condición de funcionamiento de un sistema de derechos. Ha habido en el sindicalismo confederal una no declarada decisión de prescindir de la huelga general como forma de reacción inmediata a las sucesivas medidas del gobierno que prosiguen en su escalada anti-laboral. Durante el año 2013 la contestación sindical ha discurrido por el campo ciudadano, la presencia visible en las calles de miles de personas. La jornada de protestas de noviembre de 2013, “en defensa de lo público” y contra la degradación de las pensiones, no ha tenido continuación ante el RDL 16/2013 ni el proyecto de ley sobre la sostenibilidad de las pensiones  que no han sido objeto de una respuesta específicamente colectiva y sindical en el espacio de la movilización social. A cambio, parece desplazarse el centro de interés hacia las protestas ciudadanas que se expresan en el tejido urbano, en especial las manifestaciones y concentraciones masivas. En ese deslizamiento pesa seguramente el convencimiento sindical de que una nueva huelga general convocada puede tener menos adhesión que la última de las efectuadas contra la reforma laboral del PP, lo que en efecto es bastante verosímil. 

Sin embargo, es posible defender que la degradación de esos derechos, la contracción del estado social, requieren una respuesta que no sólo se despliegue en el nivel de la protesta ciudadana, sino de la específica resistencia de los trabajadores y de las trabajadoras como clase social estructurada en torno al trabajo que es reducido a puro componente económico, reduciendo su valor político y destruyendo los derechos básicos, individuales y colectivos, que de él derivan. Es decir, que hay que encontrar una combinatoria entre acciones de resistencia y de protesta ciudadana y el ejercicio del derecho fundamental de huelga como medio de participación democrática en defensa de los intereses de las personas que trabajan. Si la huelga general tiene las dificultades que se han enumerado, es preciso buscar nuevas expresiones de la presencia reivindicativa general del sindicalismo y su poder contractual como interlocutor político.

1 comentario:

Jaime Cabeza dijo...

Querido amigo:

Demasiado que comentar en pocas palabras. Este fin de semana intentaré escribir en el blog al respecto. Un abrazo.